Crónica de Gonzalo Solari desde Italia
Un viaje hamacado termina casi siempre en un vistoso desparramo de zapallos.
En esos casos conviene bajarse del carro, atarlo sin prisa al palenque y esperar, con paciencia de orfebre, que el transcurso de los días los vaya acomodando lentamente.
Cuando se habló de visitar con Radici y Radiotelevisione Italiana (Rai 3) el barrio fraybentino en el que transcurrí los años más felices de mi vida-los de la infancia-inmediatamente lo asocié al Matto Grosso.
Yo vivía un par de cuadras más arriba pero el punto de encuentro, el rejunte, era en la esquina de España y Roberto Young.
La mancha se alargaba siempre hacia abajo y entonces todos terminábamos en el Matto Grosso.
Y desde un pasado que se niega a morir, como si medio siglo no hubiera pasado por mis sienes y sus callejones, desfilaron en mi mente los rostros de aquellos gurises cimarrones que llenaron mi niñez de juegos, jolgorio, travesuras y siestas interminables bajo un repiquetear de chicharras, calorazos y soles redondos como naranjas.
A boca de jarro y desde las telarañas del tiempo acudió El Pipa Peralta al llamado de mi memoria trasnochada pero podría haber sido también El Negro Walter, El Chulín, Carnada, El Ronco, Catego, El Turco Ronald, Jota Jota, Gorgorito, El Flaco-un hermano del Pipa-, Pelotita, El Hebert, El Borrego Chico, El Pacha, El Julio, El Burro, El Pelao, Maruco, Pichirica o El Potro.
En aquellos años lejanos las calles eran de tosca y con cunetas.
Pasaba la regadera y nosotros la esperábamos agazapados detrás de los árboles y los ligustros para asaltarla como si fuera una diligencia cuyo botín era mojarse las patas, el lomo y las bolas, haciendo caso omiso de la sonoras puteadas con las que nos rociaba el chofer de turno.
Así era nuestro lenguaje de entonces y mientras tecleo estas líneas al galope me sonaría más falso que un billete de tres dólares gatillar «los pies, el torso y los testículos».
La calle era un enorme patio al que daban los zaguanes de las casas y Roberto Young, después del cruce con España, pasaba a ser «el callejón», una zona híbrida donde el caserío tiraba la toalla y empezaba el arroyo.
Contra ese arroyo tenían su rancho los Peralta: don Peralta, doña Lila y sus dieciocho hijos.
A veces, con las lluvias, el Laureles salía de su cauce y entonces evacuaban a toda la familia.
Cuando llegaban los Reyes Magos, a mí no me cerraba que fueran tan generosos con algunos chiquilines y tan amarretes con los Peralta.
El sol de nuestra infancia se ponía ahí, entre baldíos, ranchos, perros vagabundos, campo ralo y caballos flacos. El agua del arroyo era cristalina y nosotros «pescábamos» indistintamente con el mojarrero o con la honda, la horqueta forrada con un pedazo de manguera, goma de doble tiro y una lengua de zapato con la que apretábamos la piedra de chispa.
Pero bueno me fui por las ramas, dijo Tarzán.
Y ya que cito al musculoso, no estaría de más señalar que el barrio debe su nombre a esa especie de «selva» que se había formado hacia el sur de calle España y que se apretaba contra el arroyo.
El Dr. Armando Matos, viejo vecino de mi barrio, me recordaba recientemente unas coplas de la murga «Ponéle el chupete al nene».
Son de mediados de la década del cincuenta, la misma en la que yo abrí los ojos al mundo:
«Vivimos en el Matto Grosso,
donde no hay agua ni luz,
y las calles son puro pozo,
como galope de avestruz».
Volviendo al Pipa Peralta, me encontré con que es pescador. Vive humildemente en una choza construida por él a orillas del Río Uruguay.
Las paredes no son de ladrillo, material que ha sustituido ingeniosamente por botellas de plástico rellenas de arena.
La heladera tiene sesenta años y enfría que le vuela la bata y en lugar de sillas, pone boca abajo unos enormes baldes de plástico.
El día que llegamos a Fray Bentos con el equipo de la Rai fuimos a visitarlo.
Nos pegamos un abrazo de esos que sirven para reafirmar, sin decirlo, que seguimos siendo los mismos de siempre.
Davide Demichelis, el conductor del programa que saldrá al aire el 4 de noviembre, le preguntó si podíamos dar una vuelta en el bote pero ya era tarde y quedó para el día siguiente. A las seis y media de la mañana nos presentamos en su choza, abriéndonos paso entre la vegetación y haciendo malabarismos en la resbalosa bajada que cae a pico sobre su morada.
Nos metimos en el bote y todo se volvió corcovo arriba del lomo líquido y bravío del Uruguay. Amanecía morosamente.
Apretujados en la nuez de madera íbamos El Pipa, su cuñado, los técnicos de la Rai que filmaban a los barquinazos, el conductor del programa Radici y el abajo firmante.
El tiempo tiene esa capacidad maravillosamente dúctil de permitirnos recorrer cincuenta años de nuestras vidas en el tiempo de una hora.
-Che loco, vos que has viajado tanto, contame cómo es el mundo?- me preguntó El Pipa
– El mundo es como lo ve cada uno-le retruqué.
El tuyo es éste y el mío sigue siendo aquella piecita flaca en la que pasaba las horas tratando de ganarle la pulseada a la guitarra.
Yo no me mudé sino que le estiré las paredes y el alero.
Agrandé aquella pieza: un continente en lugar de cada pared.
Y con el que me sobraba la teché pero sigue siendo la misma de siempre.
En el fondo, vos y yo, nunca abandonamos el viejo trillo.
Alguien, no recuerdo quién, le pregunto al Pipa que haría si le llegara a embocar al Gordo de Fin de Año.
La respuesta no tiene desperdicio porque es de una sabiduría a prueba de balas:
-Pondría una escalera mecánica…
Nos despedimos con un abrazo mientras me contaba que en más de una oportunidad los milicos lo habían correteado.
Al soltarnos me dijo:
-Loco, vení cuando quieras nomás porque para los amigos como vos, siempre habrá un mate con tortas fritas esperándolos.