Columna de opinión – espacio contratado por Fernando Doti
No suelo escribir sobre temas departamentales, en la medida que los grandes temas del Uruguay, tal y como está concebido se discuten y cocinan en la capital. En otras palabras, los gobiernos departamentales cada vez tienen menos autonomía para poder cambiar (en el hipotético caso que lo quisieran hacer) de verdad, haciendo un giro de ciento ochenta grados. Pero el caso objeto de análisis, hoy lo amerita.
Hace ya algunas semanas se puso en práctica la utilización de radares en distintos puntos de la ciudad, los cuales tienen como finalidad aparente, el control del cumplimiento de los límites de velocidad. Y decimos con “finalidad aparente”, porque este es un típico caso de lo que en derecho administrativo se conoce como, desviación de poder. Dicho sumariamente, la desviación de poder, es un vicio que acarrea un acto de la Administración que motiva la anulabilidad de los actos administrativos, toda vez que, la Administración actúa con fines distintos a aquellos para los cuales, la ley creó la facultad o el deber de dictarlos. En otros términos, la finalidad verdadera perseguida, dista de la que se presenta como buscada.
Ello ha motivado la aplicación de multas por situaciones absurdas, como por ejemplo, invadir la línea blanca en un cruce de semáforos que se encuentra vacío, por solo citar alguno. Se han alzado algunas voces críticas, en el sentido de que los radares no estarían certificados por el LATU, que no tendrían previsión normativa específica en la legislación departamental, entre otras.
Se ha dicho también, que la empresa privada contratada al efecto de la instalación y monitoreo sería de procedencia argentina. Al respecto debe decirse que ello no es lo relevante. Siempre hemos defendido en estas páginas la libertad de contratación, así como la compra en la frontera por parte de los habitantes de los artículos de la canasta básica y la carga de combustible. Ya a fines del siglo XVIII, en “La riqueza de las naciones” Adam Smith decía que “… en todos los países, el interés de la inmensa mayoría de la población es y debe ser siempre comprar lo que necesita a quien lo vende más barato… el supuesto es tan evidente que esforzarnos en demostrarlo podría parecer ridículo; nunca habría sido puesto en duda si las interesadas falacias de mercaderes y fabricantes no hubieran perturbado el sentido común de la humanidad”. Por lo tanto, no vamos a caer en la contradicción de atacar la contratación de una empresa extranjera. Pero sí debe señalarse que, esa misma libertad no se advierte para los ciudadanos de a pie, quienes se ven expuestos a la invasiva revisión de sus propiedades, en aplicación de medidas que son además, ilegales, como por ejemplo la del “cero kilo”.
Lo cierto es que la discusión, es más de fondo. No se trata de que los radares en cuestión estén certificados o no, o que su presencia sea incluida en la normativa de tránsito municipal, o si quien los instala es una empresa privada extranjera, de lo que verdaderamente se trata, es de correr el eje del debate público, diciendo que esta decisión tiene una clara finalidad recaudatoria. En otros términos, ese tipo de argumentaciones solamente retrasan la implementación de una medida que, tiene como único fin, el recaudatorio.
Se suceden los gobiernos sin importar del color que sean, y el gasto no se reduce, todo con cargo al bolsillo de los que pagan impuestos, es decir, de los nabos de siempre. Estas multas solo se las van a cobrar y solo las van a pagar, quienes tienen algo que perder, es decir, las van a pagar los que siempre pagan silenciosamente.
Alguna vez, el padre de la primera Constitución de la Argentina, Juan Bautista Alberdi, sostuvo que simplemente dejamos de ser máquinas del fisco español, para pasar a serlo del fisco nacional, he ahí toda la diferencia.
El gasto público nunca se detiene. De hecho vemos cómo los políticos se sacan cartel anunciando los aumentos del gasto, cuando debería ser al revés, esto es que no fuera necesario el mismo, porque todos pueden vivir sin necesidad de comer de la mano de los gobernantes de turno. La voracidad fiscal no tiene límites, aunque claro, este no es un caso de aumento de tributos propiamente dicho, puesto que, como lo indica la curva de Laffer, a mayor presión tributaria la recaudación cae debido a la destrucción del aparato productivo, y por ello, ya no se puede imponer un solo tributo más. Entonces se va por el lado de las multas, esto es, de una sanción.
Alimentar con galletitas a ese gran elefante, al gran ogro filantrópico, que es el Estado y también la intendencia, es incompatible con los marcos institucionales e incentivos necesarios que alivien los bolsillos de la gente, para que le permitan tener capacidad de ahorro, lo que se trasunta en posterior inversión y por ende un aumento de las tasas de capitalización, que a su vez, permiten la generación de empleo y el aumento de los salarios, puesto que, como sostiene Thomas Sowell, “los ingresos no se distribuyen, se ganan”.
Resultan perfectamente trasladables al caso, los conceptos vertidos por el profesor Alberto Benegas Lynch (h), quien en su obra “El Poder Corrompe” sostiene: “… lo peligroso de este cuadro de situación tiene lugar en nombre de la democracia cuando en verdad los procedimientos del caso contradicen abiertamente los postulados de esa forma de gobierno. Más bien hay cleptocracias. Entonces antes de correr el riesgo de que el planeta se convierta en un inmenso gulag en nombre de la democracia, es indispensable usar las neuronas para imaginar límites al Leviatán. No podemos quedarnos cruzados de brazos esperando la próxima elección”. Agrega el profesor: “Se ha olvidado por completo que los gobiernos son empleados de la gente al efecto de proteger sus derechos y no súbditos como lo eran durante las épocas más oscuras en las que vivió el ser humano. Recordemos que el inicio de la experiencia más exitosa de la historia de la humanidad tuvo lugar con motivo de la rebelión fiscal respecto a los impuestos al té que Jorge III intentó implantar a los colonos estadounidenses.”
Agrego además que, la función de policía de tránsito, inherente a la administración municipal, se cumple ahora por máquinas, pero sin dejar de disminuir el número de funcionarios, lo cual, lejos de beneficiar el bolsillo de la gente, lo perjudica, al incrementarse el gasto. Me resisto a aceptar mansamente este estado de cosas, como quien acepta el frio en el invierno. Es hora de comenzar a patear el tablero y exigir más respeto por nuestros bolsillos.